jueves, 28 de febrero de 2013

El consejero delegado del Banco Santander, Alfredo Saez.

El consejero delegado del Banco Santander, Alfredo Saez.- EFE


La Sala Tercera del Tribunal Supremo hizo pública este martes la sentencia que anula parcialmente el indulto concedido en noviembre de 2011 por el Gobierno en funciones de José Luis Rodríguez Zapatero al consejero delegado del Banco Santander, Alfredo Sáenz.
La resolución reprocha al Ejecutivo haberse saltado la ley de Indulto y la Constitución, al haber extendido la medida de gracia a "cualesquiera otras consecuencias jurídicas o efectos derivados de la sentencia, incluido cualquier impedimento para ejercer la actividad bancaria".
El Supremo señala que, de acuerdo a la Ley de indulto de 1870, el Gobierno puede perdonar la pena a un condenado, pero "no excepcionar, para personas concretas, un mandato general contenido en una norma reglamebntaria", como hizo con Sáenz al establecer con la medida de gracia que para él no es de aplicación el real decreto, de 1995, que establece que no tienen honorabilidad para ser banqueros quienes tengan antecedentes penales por delitos dolosos.
Llevar más allá de la pena "la extensión de la gracia", señala el Supremo, "no sólo contraviene la ley que la ordena, sino la propia Constitución".
La sentencia define la prerrogativa de indulto del Gobierno como "una intromisión del poder ejecutivo en los resultados de un proceso penal, seguido con todas las garantías y en el que se ha impuesto por los tribunales la consecuencia (pena) prevista en la Ley para quien ha cometido un delito".
El indulto sería una prerrogativa excepcional que sólo puede aplicarse con sujeción del Gobierno al principio de legalidad, recogido en la Constitución. Y en el caso de Sáenz, el Ejecutivo incumplió doblemente la Ley: al condonarle en la práctica los antecedentes penales, y al dejar de aplicar para una persona concreta una norma general como es la que regula la honorabilidad para ejercer como banquero.
La defensa del consejero delegado del Banco Santander, Alfredo Sáenz, anunció que recurrirá la sentencia del Tribunal Supremo ante el Tribunal Constitucional, según señalaron a Efe fuentes de la entidad. El recurso de amparo se formulará "por infracción del derecho de igualdad y del derecho a tutela judicial efectiva". Antes de ese recurso, como paso previo, la defensa de Sáenz presentará un incidente de nulidad. Fuente: http://www.publico.es/451287/zapatero-se-salto-la-ley-y-la-constitucion-al-indultar-al-banquero-saenz

lunes, 25 de febrero de 2013

De cómo la burbuja destruyó instituciones

El otro día mencionaba en Twitter que la selección de élites es a la Ciencia Política lo que la productividad es a la Economía: sabemos que es importante, sabemos que hacerlo bien o mal explica un montón de cosas, y realmente no tenemos una teoría explicando cómo mejorarla. Tener buenos políticos es importante, pero no tenemos demasiada idea sobre cómo producirlos o de dónde salen.
Jesús Fernández-Villaverde, Luis Garicano y Tano Santos se preguntan precisamente eso en un artículo reciente. Los autores se dan cuenta que la toma de decisiones en muchos países de la eurozona empeoró de forma dramática en los años inmediatamente anteriores a la crisis, y no parece haber mejorado durante la gran recesión. No que los políticos españoles hubieran sido espectaculares pre-burbuja, pero las élites de los dos partidos parecen haberse vaciado de talento de forma inexplicable.
Los autores creen que esta caída en la calidad de muchos gobiernos europeos se debe, en gran medida, a la misma burbuja financiera. En tiempos “normales”, cuando la economía de un país no está creciendo de forma desaforada gracias a toneladas de crédito exterior con tipos de interés reales negativos, cuando un político incompetente comete un error de bulto es relativamente fácil identificarle. Los votantes ven un proyecto fallido, un aumento del déficit, un frenazo al crecimiento económico o una empresa cerrando, y el líder político que ha tenido la brillante idea de hacer experimentos es derrotado en las urnas.
En tiempos de burbuja financiera, sin embargo, este mecanismo se debilita enormemente. Primero, dado que la economía está creciendo de forma artificial muy por encima de su velocidad de crucero habitual, los errores son mucho menos visibles. Un alcalde o gobierno autonómico puede estar llenando su terruño de elefantes blancos sin orden ni concierto, pero dado que los ingresos fiscales están creciendo sin parar el presupuesto parece no resentirse nunca. Con los mercados financieros dando crédito a todo aquel que pida, de hecho, el político medio ni siquiera tiene que preocuparse por recaudar impuestos; con tipos de interés negativos ni siquiera tiene una restricción presupuestaria a corto-medio plazo.
Esta relajación sobre el control de los políticos no es sólo cosa de los votantes; los mismos políticos tenderán a  dejarse ir al cabo de un tiempo. Un político español en el 2005-2006 tenía bastantes motivos para creerse invencible: la economía crecía sin parar, todo el mundo te prestaba dinero como si fueras la mejor inversión del mundo y todo proyecto que impulsabas parecía enormemente rentable. Si todo lo que haces parece funcionar, a medio plazo empezarás a creer que las recetas económicas de tiempos pasados (cosas como no gastar lo que no tienes, creer que el déficit exterior de una economía es un problema o que el precio de la vivienda a veces baja) ya no son relevantes, y dejarás de prestarle atención. La esencia de una burbuja financiera es que los pesimistas están en los correcto a largo plazo, pero parecen estar profundamente equivocados a corto (“mira, la economía sigue creciendo. ¿Qué crisis?”), así que sus ideas pronto dejarán de ser populares dentro del partido. Es la historia del PSOE echando a Solbes, o Rajoy prescindiendo de Pizarro a pesar que ambos se daban cuenta que estábamos en una espiral insostenible. El resultado son élites que “olvidan” cómo funciona la economía, y creen que los años de la burbuja eran normales.
Segundo, en tiempos burbujiles los políticos pueden actuar de forma estratégica dando señales erróneas a los votantes. Dado que el estado tiene una restricción presupuestaria muy débil cuando el crédito es tan abundante (“el dinero sobra”),  uno siempre puede aprobar medidas que dan réditos enormes a corto plazo sin prestar atención a costes futuros. De nuevo hablamos de esa miriada de elefantes blancos por todo el país, aeropuertos vacios y (me temo) algunas líneas de AVE espantósamente inútiles. Las entidades financieras, por supuesto, también participan en este juego, concediendo créditos a todo aquel que tenga pulso, por mucho que vayan a saltar por los aires diez minutos después. Total, ellos ya ha cobrado su bonus o salido reelegidos.
Tercero, y de forma expecialmente significativa en España e Irlanda, una burbuja inmobiliaria es notoriamente complicada de traducir. La competitivad industrial o las exportaciones son fácilmente comparables; es fácil ver cuando un país está haciendo las cosas bien o mal. El precio de un apartamento en Torremolinos, sin embargo, es bastante más complicado de analizar de forma aislada; es muy complicado predicir su valor de aquí cinco años, y mucho más complicado saber si el préstamos que financió su construcción y compra es sólido o basura apestosa, especialmente cuando todo en la economía parece estar desafiando la ley de la gravedad.
Para terminar, tenemos el problema del aprendizaje de los políticos y élites financieras, o más concretamente como estos pueden acabar creyendo que todo lo hacen bien. Es casi imposible castigar a los malos y premiar a los buenos en una burbuja, precisamente porque no vemos a los malos en ningún sitio. Cuando un político se acostumbra a ganar elecciones, un banquero a ser regado con millones y nada parece salir mal, este acabará deportando a sus críticos y rodeándose de cretinos igualmente convencidos que todo es maravilloso. Cuando llega la crisis, el resultado es una élite política encantada de haberse conocido con un montón de proyectos que de repente tienen costes muy reales y con miles de inversiones que resulta eran una idea horrible apareciendo simultáneamente.
Una burbuja financiera, por tanto, no sólo es un desastre económico: potencialmente, tiene un coste político enorme. El mecanismo central de una democracia es tener un sistema con el que apartamos a los inútiles y premiamos a los competentes. En la década pasada la burbuja hizo casi imposible detectar a los idiotas, y les dio herramientas de sobras para que estos se regaran de premios. La burbuja vació las élites de talento, y encima dejó un legado de cretinos que se creen maravillosos al mando. Es una conclusión deprimente. Fuente: http://politikon.es/2013/02/15/de-como-la-burbuja-destruyo-instituciones/

jueves, 21 de febrero de 2013

Universidad y reforma...

Sobre la reforma universitaria

Poner el cascabel al gato es lograr que los cambios se apliquen y no queden diluidos en la burocracia. La clave es dar los instrumentos a las autoridades académicas para que actúen contra los grupos de presión

Hace unos días, EL PAÍS proponía 10 reformas en defensa de la democracia y el progreso económico, entre otras un pacto educativo que garantice la formación de capital humano y la investigación, basado en un sistema de criterios, incentivos y controles ajeno a los vaivenes políticos. Unos días más tarde, el Ministerio de Educación hacía públicas las propuestas para la mejora y eficiencia del sistema universitario español de la comisión de expertos nombrada hace unos meses por el propio ministro. El problema que se pretende resolver, según se deduce del texto, es el exceso de uniformidad y la escasa diversidad del sistema universitario español que ni atiende debidamente las necesidades sociales de formación e investigación ni tiene instituciones de prestigio entre las primeras 200 del mundo. ¿Garantizarían dichas propuestas esa imprescindible y urgente transformación de tan vetusta institución en caso de que llegaran a convertirse en la cuarta ley universitaria de la democracia? Personalmente tengo serias dudas al respecto.
El documento es claro y está bien redactado. Reconoce la contribución de la universidad a la sociedad, muy inferior a la que se espera de ella, e identifica algunos de los males que le impiden mejorar, entre otros muchos: el perfil académico de los profesores, con un bajísimo índice de investigadores entre ellos; unas titulaciones prácticamente idénticas en campus situados a escasos kilómetros unos de otros; las malas prácticas de contratación y la extrema burocratización de la vida académica; y, por supuesto, la ausencia de verdaderos controles externos. No hay duda de que la universidad sería mejor si se asumieran la mayor parte de las propuestas, es decir: si las oposiciones fueran públicas y abiertas internacionalmente; si la investigación fuera determinante para acceder a un puesto docente y para ocupar cargos de responsabilidad; si las universidades compitieran y colaboraran entre sí; si hubiera una mayor movilidad de estudiantes y profesores; si los claustros fueran más reducidos y operativos; si los rectores fueran nombrados entre académicos de “reconocido prestigio”. Las propuestas son quizá las mejores de los últimos años, sin ser ni novedosas ni revolucionarias; lo importante sin embargo no es que lo sean, sino que resulten eficaces para mejorar sustancialmente la universidad.
Ahora bien, nada hace prever que la universidad sea capaz de reformarse a sí misma simplemente porque una nueva ley así lo diga. Las grandes universidades contemporáneas no han surgido de proyectos de reforma de las ya existentes, sino de verdaderas refundaciones en las que la selección de su principal activo, los profesores, ha sido tan importante como el diseño del nuevo entorno institucional. En España, este proceso no se ha llevado nunca a cabo. En los dos últimos siglos, solo dos textos legislativos han contemplado la renovación completa de sus claustros como paso previo a la reforma de la universidad, con garantías económicas para quienes se vieran forzados a abandonarla: el reglamento de 1821 y el Estatuto de Autonomía de la Universidad de Barcelona de 1933, por motivos muy distintos, como es fácil imaginar. La depuración de los claustros universitarios tras la Guerra Civil se hizo por otras vías legales. Llegada la democracia, la Ley de Reforma Universitaria de 1983 estableció un nuevo marco institucional, pero al mismo tiempo consolidó en sus puestos, e incluso promocionó, a los profesores vinculados a la universidad en aquel momento, a través de las disposiciones transitorias, con lo cual cometió una especie de suicidio administrativo. Bajo el amparo de una mal definida “autonomía universitaria” y en ausencia de mecanismos eficaces de control social, dichos profesores patrimonializaron la universidad, aplicando de la ley lo que les convenía y soslayando lo que no les interesaba, con la total pasividad del ministerio. Algunas de las propuestas sugeridas por el actual comité de expertos las contemplaba la propia LRU, como la necesidad de implantar una contabilidad analítica, que 30 años después aún no existe; o el requisito de que nadie pudiera aspirar a un puesto de funcionario en la universidad donde se hubiera doctorado sin antes pasar uno o dos años en otra universidad, requisito que se soslayó durante años mediante “certificaciones” pactadas entre universidades hasta que, según me confesó el entonces secretario de Estado, se anuló mediante decreto “para adecuar la ley a la realidad”.
Siguiendo la tradición española, las propuestas no proponen una renovación de los claustros universitarios, sino la consolidación de los derechos adquiridos de funcionarios y profesores acreditados, entre los que yo misma me encuentro. No se plantean, tampoco, una cuestión de fondo de la que depende el éxito del nuevo diseño institucional: cómo conseguir que los más de 51.101 profesores funcionarios, “de los cuales el 57,6% tiene una actividad investigadora nula o inexistente”, según el informe, a los que se suman más de 50.000 entre interinos y contratados cuyos méritos se desconocen, acepten la reforma y no la dinamiten desde dentro, con o sin la ayuda de algún que otro partido político. El meollo del problema está en poner el cascabel al gato, es decir, en encontrar la manera de que la reforma verdaderamente se aplique, en lugar de quedar diluida en una maraña de legislación y guerrilla burocrática, como ha ocurrido con las anteriores. La clave está en los instrumentos que se otorguen a las nuevas autoridades académicas para que puedan actuar contra el poderoso lobby universitario en lugar de ser, como las actuales, su cabeza visible. El fracaso de los consejos sociales, que debían haber defendido los intereses de la sociedad frente los corporativos, es sintomático y se debe a que han carecido de esos medios de actuación. Fueron los incentivos y los instrumentos los que fallaron, no la idea en sí, lo que debe tenerse muy presente en el futuro.
Es cierto que las propuestas recomiendan implantar incentivos, tanto personales como institucionales. Pero sus sugerencias en esta materia son muy pobres y se limitan a aconsejar el establecimiento de diferencias salariales entre los profesores, hoy escasísimas, y a proponer que el sistema de financiación de las universidades se vincule a la docencia e investigación y “al extraordinario valor que su actividad aporta al conjunto de la sociedad” cuya “estimación es muy compleja”. Los expertos pasan la patata caliente al ministerio para que “establezca un conjunto de criterios e indicadores objetivos”, es decir, proponen que se estudie el tema. Sorprende que no hayan analizado los distintos modelos de financiación de las universidades públicas que muchas comunidades autónomas tienen ya implantados y que contemplan ese tipo de “indicadores objetivos”. El de la Comunidad de Madrid, negociado y aprobado siendo yo misma responsable de la política universitaria y de investigación, recogía ambas vertientes, docencia e investigación, y fue un poderoso incentivo para que las universidades iniciaran un gradual proceso de cambio. Por desgracia, no ha tenido continuidad.
Sin incentivos adecuados ni controles posteriores no hay reforma educativa de verdad
Los incentivos, especialmente los económicos, provocan respuestas inmediatas por parte de las instituciones y de los individuos; las regulaciones, por el contrario, solo desatan mecanismos de resistencia al cambio que, de hecho, acaban desvirtuando el nuevo marco institucional. Sin incentivos adecuados y sin controles posteriores eficaces no hay reforma verdadera. Lamentablemente, sin embargo, la aportación de las propuestas en ambos sentidos es claramente insuficiente y contrasta con lo prolijo del resto de las recomendaciones, que se insertan en la mejor tradición intervencionista y reguladora española. Espero que el actual Gobierno sea consciente de los obstáculos a los que se enfrenta una auténtica reforma de la universidad y tenga la voluntad política de establecer un marco institucional adecuado, de vacunarlo contra los virus académicos y políticos que han hecho abortar tantos otros proyectos bien intencionados, de dotar a los nuevos responsables universitarios de los incentivos adecuados para implantarlos en un medio hostil al cambio, y de dar a la sociedad los mecanismos de control imprescindibles que garanticen su éxito.
El país se juega su futuro.

Clara Eugenia Núñez es profesora titular de Historia Económica (UNED) y exdirectora de Universidades e Investigación de la Comunidad de Madrid
Fuente:  http://elpais.com/elpais/2013/02/19/opinion/1361288723_130900.html

lunes, 18 de febrero de 2013

La burbuja universitaria

La ideología de la excelencia llegó a imponerse con rapidez y el resultado es el desprecio del conocimiento puro y la seducción por el lenguaje empresarial. La reflexión y la crítica seguirán fuera de las facultades

 
Imagen: ENRIQUE FLORES
Muchos pueden celebrar por fin el cumplimiento de un antiguo deseo: la universidad ya no es una anacrónica rareza ni un cuerpo extraño infiltrado en el tejido social, sino lo que toda mente constructiva y acompasada con los tiempos ha querido desde siempre, a saber, un genuino reflejo de la sociedad. Parecía una utopía y se ha vuelto lo más real de este mundo: por fin universidad y sociedad van de la mano y comparten lo fundamental. Es cierto que lo compartido es la ruina, pero siempre será mejor algo que nada y, además, no está escrito que la miseria vaya a tener que lamentarse en toda ocasión: de sobra se sabe que la prosperidad genera molicie y hace olvidar la urgencia de poner al día instituciones manifiestamente inadaptadas.
La quiebra económica de la universidad pública se ha llevado casi todo por delante y adelgazará la institución hasta reducirla a las dimensiones eficaces y funcionales que desde hace tanto tiempo se han preconizado, pero la primera víctima del huracán ha sido ese sonrojante discurso montado en torno al término “excelencia” que, de no haberse desatado el ciclón, seguiría siendo la palabra más empleada por los gestores universitarios y los aspirantes a serlo. Aunque todo esto, como tantas otras cosas, se haya vuelto de la noche a la mañana una antigualla francamente remota, conviene recordar que estamos hablando de ayer mismo. “Excelencia” era, en efecto, el término más repetido por los hablantes de un newspeak que en muchas universidades había llegado a constituir el único lenguaje en uso. Contrariamente a las reglas de empleo de la palabra “excelente” (que sirve para alabar a personas o cosas a las que se admira o a las que se finge admirar), en la neolengua de la burocracia académica “excelencia” se usaba, más bien, como un atributo de la institución a que el hablante pertenecía, o de la que era rector o gestor. En cualquier ambiente saludable, el que alguien se califique a sí mismo de excelente será motivo de censura y hasta de burla, pero el clima universitario español de la última década había llegado a volverse francamente insalubre, y la adulación a las diversas instancias gestoras y evaluadoras exigía hablar su lenguaje como si ya no quedara otro.
Se impuso a la enseñanza superior que diera respuesta a las demandas del mercado
La burbuja de la excelencia crecía sin que apenas nadie temiera su estallido. Las nuevas universidades públicas (y, poco a poco, también las menos nuevas) imitaban a las privadas en todo lo imitable y el fin último de la vida universitaria era converger con la empresa, haciendo de la enseñanza superior una actividad económicamente competitiva, orientada a formar los profesionales demandados por el mercado, y a hacerlo con toda la flexibilidad exigida por éste (a veces con un delicado complemento de confitería humanística). Por suerte o por desgracia, los dineros que habrían hecho falta para el desmantelamiento de la universidad pública designado como plan Bolonia no llegaron nunca, pero el plan en cuestión, de haberse llevado a cabo, habría dado de sí algo muy parecido a lo que la llamada crisis se ha encargado de producir por su cuenta. No volverán, parece, los tiempos en que el erario público sostenía a legiones de matemáticos, filólogos, teóricos sociales, físicos o historiadores entregados a sus propias tareas y sin preocupación ninguna por la rentabilidad de sus resultados. Sobrevivirá quien se adapte a la realidad, y punto, como siempre debería haber sido. La universidad tendrá que ser más pequeña y, sobre todo, deberá estar gobernada por representantes del mundo de la empresa, en lo cual, visto lo visto, quizá no vaya a haber muchas diferencias con la situación presente. Mientras tanto, habrá que despedir a unos millares de profesores, si bien tampoco hay que dejarse engañar en este asunto por las lágrimas de cocodrilo que a menudo vemos derramarse: la flexibilidad contractual fue desde muy antiguo todo un ideal de los sectores universitarios más innovadores, incluidos los exquisitamente progresistas. Como en tantas otras cosas, la crisis viene aquí muy bien, aunque convenga en algunos momentos y compañías disimular la satisfacción.
El hecho decisivo se silencia con el mayor pudor: la burguesía española posee un desinterés congénito por todo lo que sean estudios sin aprovechamiento económico o ideológico contante y sonante. Esto, que es antiquísimo, no ha variado en los últimos tiempos y no amenaza con volverse del revés. Lo único nuevo que ocurrió a partir de cierto momento fue que a los empresarios se les dio toda clase de facilidades para montar pequeños negocios (o no tan pequeños) en la universidad, a medias con profesores dinámicos, ávidos de ingresos extra. Creer que el capital privado puede sostener la universidad española se funda, en el mejor de los casos, en una ignorancia completa de lo que aquí es el capital privado y de lo que en cualquier sitio debe ser la universidad. Pero la ignorancia no es ningún estorbo para el éxito ideológico, y entre nosotros la ideología de la excelencia llegó a imponerse con rapidez como un signo ineluctable de los tiempos.
Semejante cuerpo de doctrina no habría triunfado, por cierto, sin la decisiva aportación de ese inconfundible atavismo modernizante (tan rancio como castizo) típico del patriciado intelectual del país. Ya se sabe que un poco de progresismo contestatario en la juventud es la mejor formación para el mandarín tecnócrata, feliz por haber comprendido con los años que debajo del asfalto no estaba la playa, sino el parque empresarial. Reclamar que la Universidad sea socialmente rentable es el primer paso para desprenderse del adverbio de modo y conservar el resto de la frase, una tarea que en los últimos años se ha ejecutado con toda diligencia. La burbuja de la universidad excelente ha estallado por fin, y lo que queda son los vicios que crecieron en la época del autoengaño: el desprecio del conocimiento puro y desinteresado, el amaneramiento de las ideas, la compulsión viajera y grafómana, la seducción por el lenguaje empresarial y la sumisión a la burocracia, aunque todo eso sin dinero y ya sin muchas ganas, a semejanza de quien ni siquiera llegó a nuevo rico y se quedó a medio camino, obligado a combinar grotescamente la poca ropa ostentosa que le dio tiempo a comprarse con la de su viejo armario menestral, ya raída del todo.
La burguesía española no se interesa por los estudios sin retorno económico e ideológico
Es natural que, en tiempos de tribulación, las buenas gentes se pregunten “qué opinan los intelectuales”, “cuál es el parecer del mundo de la cultura” o cosas por el estilo, y debería llamar la atención (de hecho, no la llama en absoluto) que nadie se preocupe por saber, como antes ocurría tópicamente, “qué piensa la universidad”. Ha de reconocerse que tal desinterés social está más que justificado. Porque, en el ámbito del pensamiento y de las ciencias humanas y sociales, la burbuja universitaria fue, antes que nada, una formidable hinchazón de inanidad intelectual. Cualquier ocupación que no fuese cultivar la ortodoxia académica vigente en cada disciplina y entregarse a la escolástica (por lo común estadounidense) que en cada redil imperase era del todo ineficaz para hacer méritos en la universidad de la burbuja. Lo milagroso ha sido la pugnaz resistencia de muchos universitarios cuya conducta no formaba parte del guion y que, si sobreviven al huracán, lo harán de manera casi heroica. El futuro intelectual de la universidad no está en manos de quienes la gestionaron en los buenos tiempos, sino de quienes se esforzaron entonces en nadar a contracorriente. La burbuja de la universidad de la excelencia no dejará tras de sí ninguna huella intelectual memorable. Pero queda por ver si el malestar por su infatuación produce los frutos de lucidez que las circunstancias presentes reclaman. De lo contrario se repetirá lo que en tantas épocas ha ocurrido: que el pensamiento, la crítica y la reflexión serán fenómenos inequívocamente extrauniversitarios.
Antonio Valdecantos es catedrático de Filosofía de la Universidad Carlos III de Madrid. Edita el blog El paseante airado. Fuente: http://elpais.com/elpais/2013/01/17/opinion/1358431523_646350.html

martes, 12 de febrero de 2013

lunes, 11 de febrero de 2013


John Ralston Saul: “No hay razón para salvar a los bancos”

Anticipó la crisis y el colapso del modelo económico

Este escritor y ensayista canadiense propone rescatar a los ciudadanos desahuciados antes que a los bancos y pasar página respecto a la deuda para prosperar.

La persecución del Santo Grial del crecimiento es un error; la economía se ha convertido en asunto de ficción; el dinero ya no representa nada real; hay que reconsiderar qué es una deuda y qué papel deben desempeñar los bancos en un nuevo mundo. Estas son algunas de las ideas que vertebran el pensamiento de John Ralston Saul, escritor, ensayista y filósofo canadiense al que la revista Time calificó de “profeta”.
Por alternativo que pueda resultar su discurso, Ralston está lejos de ser, a sus 64 años, un perroflauta. Alto, delgado y de elegantes andares, acompaña su aspecto de dandi con un discurso sin paños calientes. No reniega del capitalismo; de hecho, reivindica a uno de los referentes del liberalismo, Adam Smith. Pero propone medidas como que se rescate a los ciudadanos desahuciados o sepultados por una hipoteca en vez de salvar a unos bancos que solo conseguirán que la espiral de la deuda siga creciendo.
Una cita poderosa encabeza su último libro, El colapso de la globalización y la reinvención de mundo: “Todavía no entiendo del todo por qué ocurrió. Alan Greenspan, 23 de octubre de 2008”. La frase del exdirector de la Reserva Federal estadounidense da la medida del desconcierto que ha creado la crisis, incluso entre aquellos que la incubaron. Y a ese desconcierto es a lo que se viene enfrentando en los últimos años este pensador canadiense que nada a contracorriente.
PREGUNTA: Estamos inmersos en un periodo negro de la economía, y no parece que las cosas mejoren sustancialmente, ni en el mundo, ni en España, ni…
RESPUESTA: Existe una nueva religión absoluta del crecimiento, el comercio, la santidad de la deuda y de los contratos comerciales, con la que intentan hacernos creer lo inteligentes que son los políticos y lo estúpidos que somos los demás. Da igual lo mala que sea la situación actual, ellos siguen aplicando las mismas recetas, haciendo lo mismo. Eso es lo que se está haciendo en España y en todas partes. El sistema avanza en la misma dirección. Los problemas que hay se están agravando. Nadie reconoce cuál es el auténtico problema. El crecimiento no nos va a sacar de donde estamos; la austeridad, tampoco. Veremos cómo resisten todo esto las democracias. Están poniendo la democracia en peligro.
El crecimiento no nos sacará de donde estamos; la austeridad, tampoco”
Ralston es un hombre de discurso ágil y fluido, sin pelos en la lengua. Nos encontramos con él en el restaurante de un céntrico hotel de Barcelona. La revista norteamericana de pensamiento alternativo Utne Readerle situó entre los 100 pensadores y visionarios más importantes del mundo. Autor de 16 libros (entre ellos, el ensayo filosófico Los bastardos de Voltaire. La dictadura de la razón en Occidente) y de cinco novelas que han sido traducidos a 22 idiomas, Ralston Saul es además el presidente del PEN International, asociación de escritores que data de 1921 y lucha por la libertad de expresión en todo el mundo.
En 2005, tres años antes de que se desencadenase la crisis, publicó el libro El colapso de la globalización y la reinvención de mundo, del que lleva vendidas 400.000 copias, según los datos que facilita su editorial, RBA. En él analizaba el fracaso de los criterios que guían el sistema de relaciones económicas y financieras entre países, explicaba la crisis de un modelo y anticipaba un colapso. En 2009, a la vista de que algunas de sus predicciones se habían cumplido, reeditó con añadidos un libro que llega ahora en su versión española, con un prólogo que aborda cuestiones como el rescate de Bankia.
P: En el libro sostiene usted que el dinero no es real y que nos hemos convertido en sus esclavos. Habla de que vivimos en una economía ficticia. Y dice que en los años setenta el comercio era seis veces el valor de los bienes y que en 1995 era 50 veces más. ¿Cuántas veces más lo es ahora?
R: Nadie lo sabe, pero debe de estar alrededor de 150. Lo más vergonzoso es que los números no están disponibles, o al menos yo no he podido encontrarlos.
John Ralston / GIANLUCA BATTISTA
P: ¿Y eso qué significa?
R: La ironía es que la globalización ha conducido a lo opuesto de lo que prometía. Prometió competencia, y ha causado el regreso a los oligopolios; prometió renovación del capitalismo, y ha supuesto la vuelta al mercantilismo; prometió el final del nacionalismo feo [sostiene que también hay un nacionalismo positivo], y ha traído la era más nacionalista desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Prometió crecimiento, no tenemos crecimiento; prometió empleo, no tenemos empleo… y así se puede seguir con la lista. Nada de lo prometido ha ocurrido. Dijeron que con el keynesianismo se imprimía mucho dinero; que había que controlar el dinero en circulación y que eso haría funcionar la economía. El hecho es que todo este periodo ha llevado a la mayor expansión en la cantidad de dinero en la historia del mundo, hemos visto cientos de ejemplos de nuevos tipos de dinero: las tarjetas de crédito, los bonos basura, los derivados… Todo eso es imprimir dinero, pura inflación de la cantidad de dinero. El argumento capitalista era que el dinero era lo que engrasaba la maquinaria. Pero llegado un momento dijeron: el dinero es real, por eso es bueno tener a gente trabajando en el sector financiero. ¿Las fusiones y grandes adquisiciones de empresas?: eso es im­primir dinero. Cada vez que una compañía compra otra y se endeuda en, digamos, 700.000 dólares, eso quiere decir que se acaban de imprimir 700.000 dólares, acaban de crear 700.000 dóla­res que antes no existían. Nunca tuvimos tanto dinero circulando en el mundo y tan mal repartido. Y por eso cuando ocurre la crisis, la gente que es parte de esa lunática inflación dice: hay que salvar a los bancos.
P: ¿Y no hay que rescatar a los bancos?
R: No hay razón para salvar a los bancos, no necesitamos tanto dinero. Lo razonable habría sido aprovechar la oportunidad para limpiar el desorden. No hay más que tomar el ejemplo español de Bankia. Una buena política habría sido, por ejemplo, que el Gobierno anunciase que pagaría todas las hipotecas hasta una cantidad determinada, pongamos 300.000 euros. Das el dinero a la gente que está en su casa y que tiene una hipoteca, y de hecho salvas a los bancos: es el ciudadano el que da el dinero a los bancos al cancelar su hipoteca. De pronto, la gente ya no tiene deudas y puede gastar lo que gana. Así es como se crea una clase propietaria y además se relanza la economía. Es tan simple.
P: ¿Y eso es posible?
R: Por supuesto. Para mí la pregunta es: ¿es posible que demos todo ese dinero a los bancos, que fueron los que crearon el problema, para que no se gasten ese dinero y para que continúen autoconcediéndose enormes bonus? ¿Es eso posible? ¿Es eso legal? ¡Vamos, denme un respiro! Hay otra opción: no queremos salvar a todos los bancos, no queremos tanto dinero, así que paguemos 150.000 euros de esas hipotecas y cancelemos el resto de la deuda, 150.000. Los Gobiernos tienen el poder para hacerlo. De ese modo, 150.000 euros no vuelven a los bancos, limpias el sistema bancario y reduces la cantidad de dinero que circula, que es algo positivo.

Viajero alrededor del mundo

John Ralston Saul (Ottawa, Canadá, 1947) es un hombre que viaja constantemente por todo el mundo. Siempre lo ha hecho. Sobre estas líneas, una foto del año 1976, en el Ártico, adonde acudió como ‘número dos’ de Petro-Canada, una iniciativa que el Gobierno canadiense puso en marcha en los setenta, en plena crisis energética, para recuperar el control sobre sus reservas de petróleo.
Su condición de presidente del PEN International, asociación de escritores creada en 1921 que lucha por la libertad de expresión, le hace moverse de un lado a otro continuamente. En noviembre estuvo en Turquía con una delegación de 20 escritores: “La situación de la libertad de expresión se está deteriorando en ese país”, afirma. “Hay 70 escritores en prisión y 70 inmersos en juicios imposibles”.
P: Pero no debe de ser tan fácil de hacer. Por ejemplo, la gente que alquila se sentiría agraviada.
R: Habría que estudiar los números. La política económica es intentar mover las cosas en una buena dirección. No significa hacer exactamente lo mismo en cada sitio, ni significa que tengas que hacerlo todo a la vez. Resuelves primero ese gran problema y luego haces un programa para alquileres de forma que la gente pueda comprarse la casa que está alquilando. Se pueden hacer más cosas. Por ejemplo, dar una renta mínima a la gente en vez de que tenga que hacer colas para acceder a prestaciones, subsidios y ayudas, en vez de humillarla examinando sus requisitos una y otra vez; ayudas que además resultan caras de administrar… Muchos conservadores, liberales y socialdemócratas responsables están de acuerdo en que sería mucho mejor una renta garantizada anual. Supondría liberar a la sociedad, devolver a la gente el respeto por sí misma. La gente humillada o marginada se sentiría parte de la sociedad. Es curioso, pero hay mucha gente que está de acuerdo con estas ideas.
P: ¿Ah, sí?, ¿y dónde están esos conservadores y liberales que piensan así?
R: ¡En todas partes! No están entre los neoconservadores, pero sí entre muchos conservadores. Muchos empresarios creen en esto. Pero como el debate se pierde en los pequeños detalles y la idea dominante es que hay que reducir el peso del Estado, nadie pone estas cuestiones sobre la mesa.
P: ¿Qué posibilidades hay de que algo como lo que relata se pueda llevar a cabo?
R: Hay posibilidades, por supuesto; han sido posibles muchas otras cosas en los últimos años. Por ejemplo: la clase directiva del sector privado ha conseguido, presionando a los Gobiernos, regulaciones que han convertido el fraude en algo legal. Ahí están esos consejeros delegados percibiendo bonus y participaciones en las acciones, ganando millones cada año: ¡pero si solo son gerentes! Están en el puesto por cinco años, se irán a jugar al golf cuando se retiren, ¡no son nadie! ¡Nadie conoce sus nombres, no han hecho nada en particular! ¿Deberían cobrar esos bonus cuando la empresa va mal? Ese no es el debate. El debate es: ¿deben recibir bonus? ¡Si ya les han pagado! Han usado su influencia para cambiar el sistema impositivo en todos los países para no tener que pagar demasiados impuestos por esos bonus. Eso es fraude. Probablemente, los dos ejemplos más evidentes de fraude desde la Segunda Guerra Mundial son: el cambio en las disposiciones de ingresos de los directivos, fraude evidente hecho legal, y la transferencia de la deuda privada de los últimos años al sector público.
P: La Unión Europea está corroída por la deuda…
R: Hay quien plantea los eurobonos como solución a la crisis europea. ¿Estamos de broma? Yo digo: acabemos con la deuda. No pueden admitir que se han equivocado, así que hacen como que los bonos son algo que les permite coger toda la deuda, colocarla en los bonos y venderlos. Están colocando a la civilización europea bajo el peso de una deuda que no existe. Si tuvieran algo de imaginación y algo de coraje, convocarían una cumbre y dirían: sí, los españoles han hecho mal esto, y los griegos han hecho cosas horribles con esto, pero ninguno de nosotros es una parte inocente; ¿cómo podemos resetear el reloj? Básicamente, vamos a envolver parte de esta deuda en un sobre, escribiremos en el sobre la frase “Esto es muy importante”, lo pondremos en un cajón, lo cerraremos y tiraremos la llave. ¡Hay que pasar página, hay que superarlo! En vez de esto, están intentando volver a hacer lo mismo que vienen haciendo durante años, pero como si no lo hicieran.
P: Una propuesta sorprendente…
R: La mía es responsable y honesta. Ellos están haciendo una propuesta delirante e increíblemente complicada que no va a funcionar y que no nos lleva a ningún sitio. Y en el camino hacen que la gente sufra. ¿Qué piensan que van a decir los griegos cuando les reduzcan el salario mínimo en un 22%? Está claro que esto es como una cuestión religiosa. Como la economía es la nueva religión, han aplicado la moral a la economía. La deuda pública tiene peso moral, pero la privada no. ¿Cómo se come eso? Este es uno de los fracasos de la globalización. Si el sector privado se puede librar de la deuda, el sector público también.
P: Pero entonces, ¿qué pasa, que la deuda en realidad no existe?
R: La verdad es que no. El dinero es una convención. Un árbol es real, el dinero es una convención. Los necios, cuando llega la crisis, están convencidos de que el dinero es real. Enrique IV fue considerado como el Buen Rey porque Francia estaba hundida por la deuda y la hizo desaparecer; a partir de ese momento vivieron 250 años de prosperidad, por quitarse la deuda; Atenas construyó toda su historia tras haberse librado de su deuda; el imperio norteamericano está enteramente construido sobra una quita, se quitaron la deuda de en medio cinco veces entre la guerra civil y 1929; la riqueza de Estados Unidos a lo largo del siglo XX está enteramente construida sobre el hecho de no haber pagado su deuda en 1929: tomaron dinero prestado en Europa, en los mercados, y con eso construyeron ferrocarriles, carreteras, rascacielos y tuvieron un colapso económico: quienes les dejaron dinero lo perdieron y ellos se quedaron con sus infraestructuras. Estados Unidos vivió cinco colapsos que al final le dejaron libre de su deuda y le permitieron convertirse en líder a partir de 1935.
Llevamos 30 años de abrumadora mediocridad intelectual”
John Ralston Saul es un hombre apasionado, un orador nato. No es un anticapitalista. Se declara partidario de muchos de los preceptos de Adam Smith, de la propiedad privada, del mercado, y también de los servicios públicos. Dice que el capitalismo va a continuar. Pero considera que la globalización ha hecho daño. Y señala algunos culpables en su libro. Cita a la Sagrada Congregación para la Propagación de la Fe: economistas, directivos, consultores y propagandistas, es decir, periodistas de economía: “Difundieron la idea de que el comercio libre, la globalización y la búsqueda del crecimiento eran el único camino a la prosperidad”, manifiesta.
El ensayista canadiense carga contra la llamada generación del informe. Sostiene que el mundo está en manos de economistas y empresarios de capacidades muy limitadas y que en muchos casos son “analfabetos funcionales”. Gente que solo contempla el corto plazo.
“Los historiadores económicos son los intelectuales; los macroeconómicos son los semiintelectuales que dieron forma a las ideas, y luego están las abejas trabajadoras, que trabajan en lo micro, que no piensan y solo hacen números. Se eliminó a los historiadores porque, una vez que tienes la verdad, no quieres que el pasado sea examinado. Promocionaron a los semiintelectuales a los altares. Y elevaron a los que solo hacen números”.
Dice que estamos en manos de estos últimos. Explica que el apogeo de la globalización se produjo a mediados de los noventa, años en que el comercio vivía días de máxima liberalización, los impuestos a las grandes fortunas se difuminaban, las privatizaciones y la desregulación campaban a sus anchas y la civilización occidental abrazaba la religión neoliberal y adoraba el mercado global.
P: Usted ya viene alertando desde hace tiempo contra la globalización…
R: Se veían signos de que la globalización estaba llegando a su fin desde 1995. La globalización se está derrumbando por los defectos que contenía desde el principio como programa ideológico-filosófico-social. Todavía estamos viviendo sus consecuencias: si España se rompe, si Grecia deja de ser una democracia, si en Canadá se producen problemas internos que la resquebrajan, todo ello, en gran parte, será un resultado de la globalización. Yo soy un gran admirador de Stiglitz y Krugman [en alusión a los dos reputados premios Nobel de Economía], pero son dos economistas, y no lo pueden evitar, se fijan en los detalles: habría que hacer esto, habría que hacer lo otro… Hacen bien, pero se les escapa la cuestión principal, la naturaleza de lo que está pasando, la naturaleza de la bestia llamada globalización.
P: Sostiene usted que la globalización se convirtió en religión, en dogma…
R: El Vaticano, en sus momentos de gran poder, era religión de modo marginal; más bien era una cuestión de política y de poder; con la globalización pasa algo similar: es algo económico, de modo marginal; es una cuestión de política y de control, de poder; es un modelo social, igual que la Iglesia católica lo fue o el imperio británico. Y se rompe porque como modelo social no funciona y siembra la catástrofe por el camino. En realidad, la globalización viene de un grupo de gente bastante marginal que tomó unas viejas ideas de mediados del siglo XIX pasadas de moda. Una de ellas era inglesa: el comercio libre, y la otra era el capitalismo de bucaneros, que se remonta a finales del XIX en Inglaterra y Estados Unidos. Unieron las dos cosas y dijeron: esta es una gran idea. Y no pensaron en las consecuencias de la unión de esas dos ideas. En la crisis de los años setenta estábamos con excedentes de producción, no se debía resolver el problema incrementando el comercio, porque ya había demasiados bienes. Es decir, la solución que encontraron para el problema era la contraria a lo que se necesitaba. Llevamos 30 años de abrumadora mediocridad intelectual, sin sentido de la historia, ni imaginación, ni creatividad, sin pensar qué estamos haciendo y adónde vamos: una gran banalidad con tremendos resultados. Fuente: http://elpais.com/elpais/2013/02/04/eps/1359975187_178411.html